Hoy me asomé a esa inusual ventana que, comúnmente, denominamos espejo y, para mi sorpresa, no me hallé. Vi a un ser desconocido, con un color extrañamente apagado en sombras oscuras y de poros rezumantes de indiferencia y signos de interrogaciones en cada pico de su vello. Aquel que se presentaba ante mí no era yo, seguro. Yo me recuerdo con unos ojos menos rojos y cargados de vitalidad y “alaia”, con un rostro libre de cualquier pelaje, con unos pómulos pequeños, con pelo corto y bien peinado y con la piel aún sin surcar; yo no soy ese ser tan diferente. No, no puedo serlo. Esa nariz, esos labios... No, no puede ser.
Aquel joven senil no era más que el grito de la vida reflejado ante mí. En alguna ocasión intenté entablar conversación con él, fue imposible, su voz se ahogaba en la mía y no lograba oírme. Sus ojos me miraban con nostalgia, como con temor a saber qué es lo que le hacía permanecer en el espejo y entonces sus brazos se convirtieron en rosales y sangró, sangró hasta darse cuenta del terrible error que había cometido… Después desapareció, y aunque lo llamé, le supliqué que volviera, que deseaba saber de mí, él no apareció. Cuando volví a mirar en el espejo, me encontré con unos ojos temblorosos fijos, con pupilas profundas, ciegas y a punto de naufragar.